A Andrés Ríos, con mi Infinita
Gratitud.
Para los que
llevamos un montón de años (nunca demasiados) haciendo profesión de fe en
Riazor, no deja de sorprendernos, o al menos nos hace esbozar una sonrisa el
ver, sino a toda, a una parte de las aficiones de Depor y Rayo hermanadas, Riazor
Blues y Bukaneros (Butaneros, como decía un señor mayor en mi grada). Más que
nada, porque dentro de poco se cumplen 30 años de un ascenso frustrado a manos de
un equipo primado hasta las cejas, con un portero vieja gloria del Barça
emulando a Ramallets y un autobús en el área franjirroja que sería la envidia
del fundador del Castromil. Me apuesto los capilares de ambos glúteos a que en
la memoria de ninguno de los Bukaneros presentes o ausentes hoy en Riazor está
presente dicho recuerdo, pues nadie se lo contó.
Con unas
calles vacías salvo los aledaños de Riazor, porque todo el país estaba pegado
al televisor viendo a José Tomás torear diez toros blancos en Las Ventas, me
fui acercando al Santuario, mientras recordaba que aquél traumático día también
estaba nublado como hoy, y también hacía fresco, un fresco típico de mayo como
despidiéndose de un largo y tedioso invierno, y a la espera de un Veranillo Cheyenne
como es el coruñés. Con un Depor de cumple y unos ojos y unas almas llenas de
fe, esperanza y ninguna caridad hacia el rival en busca de tres puntos vitales.
Pero hoy no era el día, tampoco hoy, y la prueba saltaba a poco de empezar con
un Riki al que se le vuelven a aparecer sus fantasmas musculares después de dos
años de excedencia voluntaria. Un Depor al que se le repetían las sensaciones
de hace 30 años, con un quiero y no puedo, una ansiedad que hacía que Pizzi en
punta esperara el balón como quien espera a Godot. Un Depor con menos marcas
buenas que el Mercadona, a merced de un Rayo que hacía daño cuando quería,
jugando al tran-tran también con una marca, pero ésta de electrodomésticos cutres pegada al culo de la
camiseta.
Se terminaba
la primera parte como comenzaba la segunda, abonados a un tedio con los
Bukaneros haciendo de hilo musical en la oreja derecha, del que casi nos
despierta con uno de sus habituales semifallos Rubén Cano, digo, Salomâo,
emulando a aquél hispanoargentino del atleti que con uno de aquellos churros nos
metió (no de cabeza precisamente) en el Mundial de 1978. Un cabezazo de Abel
Aguilar parecía que iba a sacar al Depor de la caverna en la que se estaba
metiendo, porque rugidos de oso se oían salir hacia afuera, pero eran de un iPod
nano que alguien tenía en la grada.
Todos
esperaban que FV se quitara el turbante, dejara la flauta y diera vacaciones a
la serpiente encantada, pero lo más que pudo hacer es sacar al campo a un Juan
Domínguez, que por momentos parecía mirar al dobladillo de la camiseta en busca
de la chuleta en la que llevara puesto cómo ponerle ganas y jugar (bien) al
fútbol. Mientras tanto, la grada se iba sumiendo en un aterrador silencio en el
que muchos parecían agarrar y palpar su asiento en busca del botón de RESET con
el que hacer de esta temporada un mal recuerdo y reiniciarla desde cero. Vano
intento. Como el último cartucho de sacar a quince minutos del final a un
Nelson Oliveira, al que verle sentado con gestos de agotamiento en Abegondo, no
se sabe si es digno de lástima o de protagonizar el próximo sketch de José
Mota. Y como sonoro colofón, un Marchena que se borra con una expulsión tan
estúpida y absurda como ver a un Chino reírse de las anillas de calamar y/o el
pescado congelado.
Y al final, el
silencio. El silencio de una grada que ya no entona ningún cántico, sino un
silencio sepulcral que no se sabe si es depresivo o expectante. Quién sabe: a
lo mejor Pizzi no es el único que ahora espera a Godot…